En Retrospectiva

Una evocación oral del terremoto de 1929

Alfredo Armas Alfonzo

A comienzos de los años 80 del pasado siglo, Alfredo Armas Alfonzo, autor de una importantísima obra de ficción y crónica, y primer director de cultura de la Universidad de Oriente, estuvo en una conversación sobre su vida y sus libros en la Casa Ramos Sucre. El siguiente texto es una transcripción de un fragmento de su intervención.

Cumaná entraña y desentraña significaciones que no todo hombre ha recibido de territorio alguno. Cumaná está llena de los miedos de la infancia, y de las infelicidades de la pobreza, pero también está llena de eso que hace la tiernísima  felicidad del hombre, es decir, aquellos hechos conmovedores de algún sentimiento que ni nombre tiene. Cumaná está en la vida de uno, dentro del hueso, de una forma que uno ya no puede curar.
Nosotros nos vinimos a Cumaná en 1927. La ciudad significa la patética y dramática estancia del miedo, del terror, de las desencadenadas acciones de las fuerzas de la tierra en que un terremoto destruye, además de muchos aspectos de la ciudad, algo así como la identidad de la felicidad.
Papá había venido aquí como agente de la Venezolana de Navegación. Frente a la casa al lado de El Dolar, en Puerto Sucre, papá compró una panadería. Yo recuerdo apenas eso de la Cumaná de esos años. En esa panadería, un panadero que debió venir de algún lejanísimo país del misterio, inventaba caimanes de pan dulce e increíbles aves colosales también de pan dulce, adornadas con toda una orfebrería de la pastelería que entonces Monetti suministraba en un hotel famoso de ese mismo nombre. En una casa que se ha mantenido inalterable tenía Monetti su famoso hotel y allí recibía muchos productos de importación con los cuales se construyó esta especie de ornitología fantástica de aquella panadería.
Esa panadería fue lo primero que se derrumbó y la primera herida que nosotros sufrimos. Hay demasiados hechos de la Cumaná de entonces que constituyen como el tumulto de la vida de esos días, como la sensación de inmensa gloria pero de desolador acabamiento, de gran alzada del amor, de la alegría, y al mismo tiempo de la peor de las destrucciones. Cuando se produce el primer movimiento telúrico ocurre algo que yo sigo asociando al misterio. Detrás de la casa donde vivíamos, en un patio donde traían cochinos de Araya, cuyos cascos se desfiguraban por la sal impidiéndoles caminar, lo que los hacía también animales fantásticos, había una fábrica de aceite de coco, y el primer movimiento volcó las ollas y un río de aceite de coco corrió por las calles de Puerto Sucre. Un río verdadero. Entre ese río de aceite, los gritos, el polvo que se levanta de la panadería y, sigo creyendo yo, los dolorosos ayes de la fauna que allí terminó, Mercedes Alfonzo, mi madre, herida en un hombro, corre hacia la playa; pero entonces se alza un gigantesco mar (ella decía de treinta metros; yo siempre he dicho que era mucho más: trescientos metros) que venía a asolar al pueblo de Cumaná. Mercedes Alfonzo, con las ropas desgarradas, agarra a sus hijos, corre invocando a santos que no estaban en el santoral (una santa Cecilia que no tenía nada que hacer con la música del terremoto). Cuando esto, toda Cumaná aterrada huye del río cuando se produce el segundo movimiento y toda el agua del río se vuelca  sobre la parte plana de la ciudad a encontrarse con la gigantesca ola que viene del mar.

Y Mercedes Alfonzo se postró de rodillas, invoca al cielo y, esta vez sí, a la patrona de Cumaná. Y la ola no se abatió sobre Cumaná.

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