Alfredo Armas Alfonzo
A comienzos de los años 80
del pasado siglo, Alfredo Armas Alfonzo, autor de una importantísima obra de
ficción y crónica, y primer director de cultura de la Universidad de Oriente,
estuvo en una conversación sobre su vida y sus libros en la Casa Ramos Sucre.
El siguiente texto es una transcripción de un fragmento de su intervención.
Cumaná
entraña y desentraña significaciones que no todo hombre ha recibido de
territorio alguno. Cumaná está llena de los miedos de la infancia, y de las
infelicidades de la pobreza, pero también está llena de eso que hace la
tiernísima felicidad del hombre, es
decir, aquellos hechos conmovedores de algún sentimiento que ni nombre tiene.
Cumaná está en la vida de uno, dentro del hueso, de una forma que uno ya no
puede curar.
Nosotros
nos vinimos a Cumaná en 1927. La ciudad significa la patética y dramática
estancia del miedo, del terror, de las desencadenadas acciones de las fuerzas
de la tierra en que un terremoto destruye, además de muchos aspectos de la
ciudad, algo así como la identidad de la felicidad.
Papá
había venido aquí como agente de la Venezolana de Navegación. Frente a la casa
al lado de El Dolar, en Puerto Sucre, papá compró una panadería. Yo recuerdo
apenas eso de la Cumaná de esos años. En esa panadería, un panadero que debió venir
de algún lejanísimo país del misterio, inventaba caimanes de pan dulce e
increíbles aves colosales también de pan dulce, adornadas con toda una
orfebrería de la pastelería que entonces Monetti suministraba en un hotel
famoso de ese mismo nombre. En una casa que se ha mantenido inalterable tenía
Monetti su famoso hotel y allí recibía muchos productos de importación con los
cuales se construyó esta especie de ornitología fantástica de aquella
panadería.
Esa
panadería fue lo primero que se derrumbó y la primera herida que nosotros
sufrimos. Hay demasiados hechos de la Cumaná de entonces que constituyen como
el tumulto de la vida de esos días, como la sensación de inmensa gloria pero de
desolador acabamiento, de gran alzada del amor, de la alegría, y al mismo
tiempo de la peor de las destrucciones. Cuando se produce el primer movimiento
telúrico ocurre algo que yo sigo asociando al misterio. Detrás de la casa donde
vivíamos, en un patio donde traían cochinos de Araya, cuyos cascos se desfiguraban
por la sal impidiéndoles caminar, lo que los hacía también animales
fantásticos, había una fábrica de aceite de coco, y el primer movimiento volcó
las ollas y un río de aceite de coco corrió por las calles de Puerto Sucre. Un
río verdadero. Entre ese río de aceite, los gritos, el polvo que se levanta de la panadería y, sigo creyendo yo, los dolorosos ayes de la
fauna que allí terminó, Mercedes Alfonzo, mi madre, herida en un hombro, corre
hacia la playa; pero entonces se alza un gigantesco mar (ella decía de treinta
metros; yo siempre he dicho que era mucho más: trescientos metros) que venía a
asolar al pueblo de Cumaná. Mercedes Alfonzo, con las ropas desgarradas, agarra
a sus hijos, corre invocando a santos que no estaban en el santoral (una santa
Cecilia que no tenía nada que hacer con la música del terremoto). Cuando esto,
toda Cumaná aterrada huye del río cuando se produce el segundo movimiento y
toda el agua del río se vuelca sobre la
parte plana de la ciudad a encontrarse con la gigantesca ola que viene del mar.
Y
Mercedes Alfonzo se postró de rodillas, invoca al cielo y, esta vez sí, a la
patrona de Cumaná. Y la ola no se abatió sobre Cumaná.
0 comentarios:
Publicar un comentario